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La importancia de las definiciones
por Eufrasio Guzmán Mesa - Docente Instituto de Filosofía UdeA
Sigo sosteniendo que la violencia y el uso de la fuerza en los campus, en sus formas tan variadas, es un excelente argumento que ponemos los universitarios en las manos de quienes no ven con buenos ojos que se destinen importantes sumas para la educación pública universitaria.
Para la universidad colombiana, y para la universidad pública con mayor razón, no es buena una imprecisión en su definición o su concepto. Las instituciones de educación superior en todo el mundo definen su misión y su visión con cuidado. De ello dependen muchas cosas, como las metas y los objetivos, los límites y las posibilidades, además de las relaciones y los apoyos de otras instituciones. Esto también gravita sobre las relaciones con los organismos y las agencias del gobierno que tiene como tarea el fomento de la educación superior y el establecimiento de relaciones de cooperación casi siempre fructíferas. Igualmente se lastiman las posibilidades de interacción futura con empresas y organismos gubernamentales y no gubernamentales.
Si empezáramos por las diferencias más amplias es bueno señalar que hay distancias muy grandes entre la precisión de una institución como tecnológica o su definición como espacio para la investigación pura. Mucho más se puede decir si los campus se consideran espacio válido para la protesta social y las actividades marginales o incluso ilícitas del expendio de sustancias prohibidas o el desarrollo de actividades informales.
Por ello en nuestra Universidad de Antioquia el proceso de transformación organizacional ha traído simultáneamente la reactivación de las discusiones sobre el sentido de la institución. Este asunto, que por lo demás ya estaba en la agenda de todo el país, con la malograda propuesta de reforma a la ley 30, la cual en buena hora logró que los universitarios de toda la nación nos pusiéramos en pie, y dejáramos oír un debate de interesantes proporciones, el cual lamentablemente no concluyó cuando, sencillamente, el gobierno retiró la propuesta en el Congreso. Lo correcto hubiera sido adelantar ese debate hasta sus últimas consecuencias, por lo menos teóricas e intelectuales, pero la misma mesa estudiantil, con su sólida movilización, dejó enfriar el tema.
Hoy, nuevamente, el asunto cobra vigencia pues los factores que alteran la vida universitaria siguen presentes y puedo poner dos protuberantes ejemplos: Estudiantes y profesores de la Universidad Nacional de Bogotá hace poco neutralizan y expulsan a un grupo de encapuchados que pretendían emprender acciones de bloqueo y daño a los bienes públicos en custodia y uso, como forma de realizar el tropel que desencadena aquí y allá suspensiones de actividades. En el campus central de la Universidad de Antioquia asistimos a la conversión de un espacio, construido para el deporte y la recreación a un alto costo, en albergue para campesinos en problemas con las obras de una represa.
La falta de una definición del sentido de las universidades, que a su vez tenga una amplia aceptación entre los universitarios, genera ambigüedades en el uso del campus. Los extremos de quienes piensan que se trata de parques urbanos para la recreación, que suplan las carencias de ciudades con limitaciones de suelo necesario para la buena vida, se encuentran con los usos de quienes piensan que los campus son espacio privilegiado para lograr la visibilidad de las protestas, sean pacíficas, armadas o violentas, contra las políticas gubernamentales.
Lo delicado de estas faltas de consenso es que terminan no sólo dañando la habitabilidad de los espacios sino que se convierten en el motor del deterioro de la imagen de la universidad pública. Este deterioro termina por sustentar políticamente la disminución histórica del apoyo de los gobiernos de turno. En casos extremos de muchas universidades eso confluye en desganos y pérdida del sentido por parte de los universitarios quienes con la indiferencia dejan crecer o incluso alimentan esos usos anómalos de espacios para otros fines no propiamente educativos.
Sigo sosteniendo que la violencia y el uso de la fuerza en los campus, en sus formas tan variadas, es un excelente argumento que ponemos los universitarios en las manos de quienes no ven con buenos ojos que se destinen importantes sumas para la educación pública universitaria que cubra las aspiraciones de jóvenes que no tendrían otras opciones de acceder a una formación universitaria de calidad.
Coincido plenamente con quienes vienen afirmando que el uso de la fuerza y la protesta violenta es “trágicamente funcional” para quienes quieren destruirla o modificarla de manera profunda y radical, en procesos que no entrañen discusiones amplias y consensos buscados como herramienta de consolidación. Expertos en estos asuntos no dudan en mencionar los casos de Adpostal o el Seguro Social, como ejemplos de instituciones dejadas a su suerte y en proceso de extinción.
Universidades que cumplen su tarea en medio de frustraciones como la deserción y el bajo rendimiento estudiantil, las costosas cancelaciones de materias y que aceptan si más los paros inmotivados y la violencia en el campus, son fácil presa de la crítica de sectores sociales importantes que justifican así las disminuciones de los recursos y el desinterés por estos importantes proyectos de sociedad con bienestar para todos: La circularidad del problema es visible pero ese anillo destructivo hay que desarmarlo